Comentario
La visita a algunos de los mejores museos de Europa y la experiencia africana, contribuyeron a ampliar y consolidar sus conocimientos y formación, marcando este año de 1860 la frontera entre la etapa de estudios y el nuevo período decididamente profesional. Comienza una época de intenso trabajo en la que además de cumplir sus compromisos con la Diputación -de la que seguirá siendo becario hasta 1864- se abre camino en los ámbitos comerciales romanos. De igual manera su prestigio va a ser pronto reconocido entre los pintores jóvenes que encuentran en él la calidad y recreación de un mundo singular, propio del maestro. En 1867 se hablaba ya en los medios artísticos italianos y españoles de Escuela de Fortuny y al finalizar la década su obra más famosa, La Vicaria, se convierte en una joya imitada internacionalmente.
El recorrido hasta conseguir estos logros no resultó fácil ni cómodo. Durante estos años mantuvo varios estudios en Roma -entre otros su querido taller de la Vía Flaminia, el llamado estudio del Papa Giulio, en el que comienza La batalla de Tetuán y que compartirá con sus amigos Agrasot, Tapiró y Moragas- pero se vio obligado a viajar constantemente. Volver a África para despertar su imaginación, relacionarse con los círculos de Barcelona y Madrid, darse a conocer en París, soportar la presión de encargos de obligaciones sociales, suponen la otra cara del éxito. Faceta que le resulta pesada en muchas ocasiones. Por sus cartas conocemos el poco entusiasmo que le producían las buenas críticas, su tendencia a la melancolía y el afán por trabajar sin apenas descanso. Inquietudes y estado de ánimo que configuran en buena medida su vida cotidiana.
Roma pasó a ser de manera casi obligada el escenario principal de esa vida, porque ofrecía unas posibilidades de tipo comercial que difícilmente podían encontrarse en otras capitales europeas, salvo París. Se producía entonces la entrada del gran público en el mundo del arte, un público no iniciado que se siente atraído por las obras próximas a la pintura de los maestros antiguos. Era lógico por tanto que Roma, considerada por la riqueza de su patrimonio como la ciudad mejor dotada para el arte, se convirtiese no sólo en un gran museo y lugar de aprendizaje al que acudían jóvenes becados de toda Europa, sino también en el mercado más apreciado por los coleccionistas, marchantes y aficionados en general. La importante y numerosa colonia artística romana garantizaba tanto la adquisición de buena pintura, como el ver allí satisfechos los más variados gustos y caprichos.
El gusto medio de ese público burgués estaba orientado por un romanticismo todavía latente, aunque fuese ya un romanticismo de segundo grado, en el que los contenidos perdían su significado auténtico. La evocación del pasado seguía siendo fuente de inspiración, pero se trata ahora de un pasado sin acontecimientos dramáticos ni comportamientos heroicos que lo trasciendan. Ningún ejemplo de virtud o coraje; al pasado ya no se acude para aprender lo verdadero, lo lúdico o lo hermoso, sino para transformarlo en una escuela de costumbres libres y frívolas, en la que los gestos humanos están teñidos de ironía. Son los escenarios, el atrezzo de la historia, los que agradan.
La Antigüedad grecorromana, el Renacimiento italiano, los siglos XVII, XVIII y sobre todo el período Rococó. Su vida doméstica, la agitada e intrigante vida de salón, las fiestas, se presentan mediante anécdotas curiosas, banales, maliciosas, situadas en ambientes recargados, adornados con objetos bellos y valiosas obras de arte. Pero el deseo de evasión de una época marcada por continuos cambios e inestabilidad política, no se limita a una fuga en el tiempo, y los pintores recrean también espacios igualmente alejados de la civilización moderna. Uno de ellos, tal vez el que más añora la nueva sociedad urbana e industrial, el mundo campesino, se presenta idealizado en la belleza de su medio natural y en la alegría, bondad e ingenuidad que se atribuye a sus protagonistas.
La realidad conocida aparece falseada en paisajes amables, adornados por la vistosidad, colorido y tipismo de trajes y fiestas. Y junto a la nostalgia de un mundo perdido, la atracción por lo exótico, lo diferente por desconocido. El vasto espacio de Oriente será desde entonces el lugar propicio para satisfacer todo tipo de curiosidades y aspiraciones sentimentales. Distinto, lejano, inquietante, misterioso, sensual, un Oriente construido por la imaginación artística, uno de los mitos favoritos de la sociedad decimonónica.
Ese gusto de época, marcado por la utilización privada de las obras de arte, de pinturas concebidas para el ámbito de lo íntimo, refleja otros valores de tipo material en los que la burguesía, enriquecida por el liberalismo económico, también se reconoce. La exigencia de una habilidad, pericia, dominio técnico indiscutible, que debía quedar demostrada en cuadros generalmente de formatos reducidos, adaptados a los salones y gabinetes de las nuevas residencias. Se pedía al pintor una descripción perfecta, clara, minuciosa, de cada detalle, un saber hacer atento a las formas, a sus efectos, al colorido. Factura prodigiosa, asuntos evasivos, exóticos, de sencilla y sugerente lectura, fueron, en definitiva, las condiciones impuestas por el público.
El temperamento artístico de Fortuny se adaptaba bien a esas condiciones. Le gustaba trabajar en formatos preferentemente pequeños; estuvo siempre interesado por la recreación de ambientes y escenarios históricos -incluso en los últimos años cuando pintó al aire libre con más intensidad, seguía pensando en cuadros de asuntos renacentistas- y le atraían los objetos raros, antiguos, que jugaban un papel tan importante en estas obras. Por otra parte, su magistral dominio del dibujo y su condición de excelente colorista, se ajustaban a la perfección al estilo requerido, facilitándole por lo demás la práctica de dos técnicas de fácil salida comercial -la acuarela y el grabado- en las que destacó como pocos contemporáneos. Con todo, el factor que llamó más rápidamente la atención de los marchantes fue su contacto directo con la temática orientalista, una de las más solicitadas por entonces.
Durante casi siete años, desde 1860, Fortuny se dedica, con preferencia sobre otros asuntos, a la pintura orientalista. La primera obra importante que conocemos, La odalisca, de 1862, refleja cierta dependencia del creador del género, Eugéne Delacroix, y un acusado tratamiento de estudio que se justifica porque debía servirle para cumplir su compromiso con la Diputación de Barcelona. A partir de entonces, el pintor se desenvolverá dentro de esta temática con absoluta libertad y estilo propio. En 1862 vuelve a Marruecos, y en ocasiones con la ayuda del guía bereber Ferrachi, que le servirá también como modelo, profundiza en el paisaje, en el mundo oriental, en un mundo compuesto por escenas normales, cotidianas y singularizado en sus tradiciones y costumbres.